
Felicidades a los alumnos que leen; felicidades a ti, por ejemplo, Diego Ferrer, que nos dejaste encandilados cuando de memoria recitaste el extenso poema: Canción del pirata, de Espronceda.
"Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro". Así empieza el libro "Platero y yo", de Juan Ramón Jiménez. Y así se inicia este blog, como la primera página de un libro que, esperemos, se llena de palabras hermosas.
El soldadito de plomo
El siguiente vídeo es: La niña de los fósforos. Como puedes comprobar, no hay narración, sólo imagen. La voz la pondremos en clase.
Hemos escuchado una historia y hemos reflexionado sobre cómo se sienten los personajes, cómo nos sentiríamos nosotros, cómo nuestro tono de voz influye en lo que decimos, en qué situaciones nos hemos sentido así, por qué nos encontramos solos, a veces, aunque nos rodeen otros, etc.
Hemos realizado obras, una por grupo, partiendo de una caja con piezas de diferentes formas, colores y tamaños.
(Felicidades por vuestra actitud)
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho, que entre la gente que estaba en la venta se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros del potro de Córdoba, y dos vecinos de la heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona, los cuales, casi como instigados y movidos de un mismo espíritu, se llegaron a Sancho y, apeándole del asno, uno de ellos entró por la manta de la cama del huésped y echándole en ella alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo de lo que habían menester para su obra y determinaron salirse al corral, que tenía por límite el cielo, y allí, puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron a levantarla en alto y a holgarse con él como un perro por carnastolendas. Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas que llegaron a los oídos de su amo, el cual, deteniéndose a escuchar atentamente, creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que el que gritaba era su escudero y, volviendo las riendas, con un penado golpe llegó a la venta, y hallándola cerrada, la rodeó por ver si hallaba por dónde entrar; pero no hubo entrado a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando vio el mal juego que se le hacía a su escudero.